La palabra hizo el lenguaje, y sin él, la inteligencia no hubiera podido acumular los logros de que disfruta la cultura, como sin flor, un árbol no hubiera podida dar fruto alguno.
Hay que cuidar las palabras, decirlas bien en su engarce oracional, usarlas con propiedad, y a ser posible, con elegancia y sencillez. Lo que exige prestarles atención y estudio para reconocer mejor su perfil significativo y precisar su empleo más correcto.
Precisamente, leía estos días en un culto comentario dedicado al libro de Job, el uso particular que da la Sagrada Escritura a términos como prodigio y maravilla. Parecen significar lo mismo y poder intercambiarse en su uso ordinario, y no es así. La palabra prodigio expresa los hechos grandiosos con que Yahvé libra de sus opresores a su pueblo. Y hay una salvedad, porque esas gestas, referidas a Dios, comportan la calificación de insondables, a diferencia de cuando son los hombres quienes las realizan, claro que en su nombre y por condescendencia suya, como ocurre con Elías. Sucede, además, que también son prodigios los hechos creadores de Dios, en cuyo caso, particularmente en los salmos, se les denomina maravillas. Hay, pues, claras diferencias en hechos que se reputan como prodigios, prodigios insondables y maravillas.
Es bien sabido también que san Juan, en su evangelio, llama signos a los hechos portentosos de Jesús, considerados desde el contenido que comporta su enseñanza; los demás evangelistas prefieren denominar milagros sin más a los hechos portentosos de Jesús en favor de los necesitados.
Prodigios, maravillas, signos, milagros, son sinónimos y tienen en común su carácter asombroso y sobrenatural; pero en la Escritura, cada vocablo manifiesta la singularidad que le es propia. Muestran así el admirable del primor con que se tratan las profundas verdades que atañen a Dios. Saberlo, nos ayuda a leer las sagradas palabras con la justa precisión que les dan sus redactores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario