Una cosa es usar y otra muy distinta abusar. Abusar es, dice María Moliner “hacer uso excesivo de una cosa en perjuicio propio o ajeno”. Se abusa, por ejemplo, de lo sagrado con fines envilecedores que lo banalizan.
Lo sagrado limita con el misterio, y es lo que aclara que, tanto determinada literatura novelesca inscrita en lo comercial, como cintas cinematográficas que se complacen en relatos más o menos terroríficos, usan de lo sagrado como ámbito misterioso donde prive el miedo a lo desconocido, alimentado por supuestos lugares secretos asignados por lo corriente a monasterios tenebrosos y a remotas iglesias nebulosas, en cuyos oscuros recovecos surcados por horribles murciélagos, habitan aves de mal agüero.
Los recursos de que se echa mano resultan manidos y escasamente originales: sombras fantasmales que apenas vistas desaparecen, puertas ocultas con escondidos resortes que dejan franca la entrada a recónditos corredores, donde sombras sospechosas, telarañas y alguna que otra momia desvencijada, siembran el terror a cada paso, poniendo los pelos de punta al más pintado. No falta, como en la morfología de los cuentos clásicos, el objeto mágico que suscita encontrados afanes y desavenencias irreconciliables, como el códice polvoriento cuya indescifrable escritura y extraños galimatías desvelan ignotas teorías de mapas que ocultan tesoros.
En ocasiones, el afán de urdir un ambiente misterioso no se detiene en recurrir a morbosas teorías donde se deja en cueros la autenticidad histórica o se conculcan verdades cristianas blandiendo la bandera roja del escándalo, con tal de asegurar pingües beneficios comerciales al producto. Es de ver cómo hoy Maquiavelo se preocupa tanto del sonido metálico del dinero, de modo que sus principios envilecedores no sólo están todavía vigentes; están en auge. Todo vale.
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