Hay veces en que, en un belén, aparece la imagen de san Francisco, y quien no sabe qué relación existe entre ambas realidades se pregunta pasmado qué hace ahí un santo de época muy posterior al nacimiento de Jesús. No es la fidelidad histórica la que inspira ese aparente anacronismo, sino el hecho de haber sido el santo de Asís quien, una navidad, en el convento de Greccio, tuvo la singular y afortunada ocurrencia de representar al vivo, con personas de la cercana aldea y él mismo, el misterio de Belén.
Fue su manera enamorada de ir y acercarse a quien, enamorado del hombre, venía y se acercaba tanto a él.
La costumbre de rememorar el nacimiento de Cristo de modo tan plástico, como se viene haciendo en todas partes desde entonces, fue difundida por los franciscanos y arraigó de tal manera en la tradición popular de las fiestas navideñas, que es rara la iglesia y hogar cristiano donde no haya un rincón donde se siga montando el belén, al hilo de la fantasía y la alegre creatividad de cada cual. ¿Qué menos que seguir manteniendo ese lazo espiritual entre el belén y la devoción creadora de ese amante de Jesús que fue Francisco de Asís?
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