Damos por cierto que el negro es ausencia de color, mientras el frío lo es de calor. Sucede en cambio que, si el negro no lo vemos porque no está a la vista, está sólo su vacío misterioso, lo lógico sería que el frío no se sintiera como una realidad que tampoco está. Se nos dirá entonces que no seamos ingenuos, que al mirar algo negro, percibimos el objeto donde los colores faltan y a esa percepción la llamamos oscuridad, opacidad, negrura. Está claro, ¿pero y el frío? ¿Está o no está? Se nos dice entonces que la sensación incómoda que nos hace tiritar y hasta puede dejarnos maltrechos, es justamente la falta de algo tan necesario para la vida como el nivel de temperatura que la hace posible. A menos temperatura, menos calor, hasta grados que consideramos fríos. Ni existe el negro ni existe el frío. Un niño nos miraría raro con desdeñoso escepticismo.
Conclusión. Lo negro hay que pintarlo para evitar la extrema seriedad con que vestimos el luctuoso concepto de la muerte; y en cuanto al frío, hay que paliarlo con algo más que frotarse las manos y ponerse una bufanda, para desterrar toda posibilidad de catarros y alifafes afines. Y no hay más que decir. ¿Verdad que sí, pequeño?
Pero, ¿y el mal? El mal es ausencia de bondad y tiene mal arreglo, aunque lo tiene. San Francisco decía, por ejemplo,
donde haya odio ponga yo amor;
donde haya violencia, ponga yo paz,
donde haya tinieblas, luz,
donde tristeza, alegría...
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