Sucede en ocasiones que una necesidad imperiosa, no una fe firme, es la que nos mueve desasosegados a pedirle a Dios con ahínco que nos oiga, porque de pronto nos desfonda el diagnóstico de una grave enfermedad que acaban de detectarnos. Todos nuestros cimientos se resquebrajan y el mundo se nos viene encima. Y es entonces cuando reparamos en el inmenso valor que realmente tiene el don de la vida, ya en el filo de su pérdida irremediable, y nos acordamos de que Dios existe, ¿cómo no?
Jesús sabía muy bien, entonces, lo que hacía cuando dos ciegos le siguen ansiosos pidiéndole atropelladamente que les restaure la luz que no tienen, y antes de proceder a curarlos, les pregunta si verdaderamente creen que él puede iluminar su oscuridad como ellos pretenden. Sólo entonces, cuando les ve profesar con firmeza la fe que han puesto en él, Jesús les abre los ojos a la luz que desconocen.
No es buen consejo esperar a ir a Jesús al hilo de un percance, para que nos escuche y ponga su mano acogedora en nuestro hombro. Aprendamos a escucharle a él todo los días de nuestra vida, que es el modo amoroso de tenerle siempre propicio
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