Dios está. Es y está ahí a la vuelta de la esquina. Pero está en la medida que le hacemos presente en nosotros por la oración. Orar es bucear dentro de uno mismo donde la presencia de Dios es más inmediata, más verdadera. Nadie sino nosotros mismos tenemos la llave para entrar en las hondas estancias donde nos habita el alma.
El poeta valenciano Vicente Andrés Estellés, de cuya religiosidad poco cabe decir, me aseguraba que si había escrito un supuesto diálogo por teléfono con Dios, era porque sentía como si, de alguna manera, Dios le rondase en su torno, al seu voltant, decía él.
Dios no sólo está ahí; está todavía más adentro. Pensemos entonces en sus verdades, contemplemos sus misterios y dejemos que el corazón se derrame y diga abiertamente lo que la grandeza del amor de Dios le inspire, sin acallar nunca su voz insinuante cuando sea él quien hable y nos deje ver quién es y cómo es, siempre amable, siempre cercano y condescendiente con nuestros imperdonables olvidos.
Orar es aprender a leer a balbuceos en la cartilla de Dios; saber dialogar con él, es saber estar en su presencia.
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