De pequeño, las nubes eran un misterio para mí. ¿De dónde venían? ¿Quién o qué las empujaba siempre desde el mismo sitio? ¿Quién las empapaba de lluvia?¿Por qué, si eran blancas, a veces aparecían tan hoscas y oscuras?
Aquellos pequeños misterios insospechados eran mi infancia, que luego el tiempo se encargó de que se fueran desvaneciendo. Y hoy esas mismas cosas te dicen bien poco. Hasta las nubes han perdido buena parte de su atractivo. La mitología de los niños, los cuentos que iluminan de luces de color su fantasía, son amigos necesarios y beneficiosos, porque pueblan de poética belleza su mente y aguataban sus días tan pasajeros.
Dejadles soñar. No descorráis apresurados el telón de fondo de sus circunstanciales creencias. Dejadles ser niños. Era así como los amaba Jesús, que era la misma verdad, pero que de niño soñaba con el rey pastor que fue David, con el carro rojo de fuego de Elías, el bastón prodigioso de Moisés, los crucigramas indescifrables de Salomón, y tal vez, con temblores de pesadilla insomne, una fuente de gracia infinita que nacía de las cinco llagas de una cruz, en la que los malos pisoteaban a Dios por ser bueno.
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