Fue la voz rotunda e intemporal de un profeta, Ezequiel, la que predijo que en los nuevos tiempos que se avecinaban, sobrevendría un cambio singular a cargo del Espíritu de Dios, quien se domiciliaría en el ámbito de la naturaleza humana para remediar la dureza humana.
Es de ver cómo en los prolegómenos evangélicos de la encarnación, el Espíritu de Dios rondaba en torno del corazón humano y se instalaba en el aliento de Zacarías, del anciano Simeón, de la profetisa Ana, hija de Fanuel. Henchiría el pecho de Juan Bautista, de Isabel, prima de María, y de singular manera, centralmente, el corazón limpísimo de la Virgen.
Es todo como una irrupción de Dios en la naturaleza enferma del hombre, de modo que la misma Palara encarnada en Jesús, tendrá sentido en la medida que se lo da el soplo del Espíritu divino. Un desbordamiento del Espíritu Santo en el ámbito en que deposita , hecho Niño, las entrañas mismas del primoroso corazón de Dios, Jesús.
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