Malvivimos momentos de desilusionado aliento e incertidumbre. Del estado de bienestar hemos pasado de golpe, sin transición, a un cada vez más hundido nivel de vida, y el futuro inmediato se nos antoja con sobrada razón incierto y amenazante. Nadie es tan iluso que espere mejoras inmediatas, sino un progresivo empeoramiento que ha de sumir a muchos en la desesperación, en la medida que les hunde en la miseria. Una desaforada ambición mueve los hilos de los especuladores a quienes la penuria de los otros les trae indiferentes. Y entre los indicios de incidencia de tal caótico estado de cosas, habla claro el aumento de actos delictivos, donde es especialmente llamativo el robo de alimentos, la desolación del suicidio, ese abismo negro de quien se ve ciego ante graves problemas inaplazables, y el incremento de la azorada ayuda alimentaria de instituciones como Cáritas, con que se intenta paliar el hambre de muchos, azote de pobres y desarrapados.
Duele la impotencia de no poder hacer siempre un poco más, al momento de acercar nuestra mano a la de la Iglesia, con que descubrir el rostro de Jesús en el gesto deprimido y hasta avergonzado de los que tienden la suya, como nuevos y forzados mendigos, por un mendrugo de pan. Que al menos no les falte eso, un fementido mendrugo de pan.
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