Hay a quienes el problema del mal les obsesionan de tal modo, que se devanan los sesos dándole vueltas a una incógnita cuyo planteamiento tal vez no acertamos formular correctamente. Se preguntan desalentados cómo ha de armonizarse su existencia y la bondad divina.
Al mal hay afrontarlo desde ángulos menos hoscos que los que desalientan a quienes no alcanzan a hallarle solución. No es quizá tanto la solución, cuanto el remedio lo que hay que procurar, buscándolo en la profundidad de las entrañas misteriosas de Dios.
Con motivo de la festividad de la Inmaculada Concepción, Benedicto XVI prefería ver este asunto de más amable manera, cuando dice que “la gracia de Dios es más grande que el pecado”, el mal por excelencia, y que “la misericordia de Dios es más poderosa que el mal y sabe transformarlo en bien”. Sobre todo, eso, sabe transformarlo en bien. Se entiende así que esta consideración resulte más alentadora y pertinente.
Saber que esa forma de amor compasivo de Dios hacia el hombre que es su misericordia, nos permite desandar el camino de nuestras torpezas y desvaríos para dar de nuevo con él, apaga los más intrincados desvelos y serena la mente más angustiada. ¡Bendita gracia la que atesora el perdón de Dios, que nos restituye la amistad con él que nunca debimos perder! Vueltos a él, la alegría consecuente que conmueve el corazón de Dios, no puede menos de suscitarla también jubilosa en el nuestro.
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