“Allí, donde habita el olvido”, se sitúa el poeta romántico que fue Becquer, aludiendo indefinidamente a semejante localización borrosa, desde la misantropía. Así, nebosamente, pensaba también la antigüedad la frontera liminar del mundo.
Se consideraba que la tierra era llana, de modo que el océano que circundaba el planeta se extendía mar adentro de infinita manera, hasta un punto en que, de pronto, tierra y mar cedían, porque sobrevenía la inmensidad de un precipicio sin fondo, abismo sideral y cobijo de todos los misterios, la última orilla brumosa de todo. Allí comenzaban “las tinieblas exteriores” de toda amenaza definitiva.
Nadie había podido alcanzar nunca ese extremo tenebroso y temible, pero la imaginación no dudaba en darle forma y situarlo allá lejos, en el límite inalcanzable de toda posible aventura.
Vladimir Kush ha concretado tan determinante fosa insondable pintando sus enrojecidos acantilados, bajo una luz de atardecida, que no dan a nada, porque son el fin último, el valladar inverso donde la vastedad de la tierra y el mar acaban. Para el pintor ruso, tal despeñadero, soleado y luminoso, no deja de tener su encanto. No eran éstas ciertamente las conjeturas de la imaginación primitiva, cuando pensaba de tan errónea manera la ruina final de la amenazante vaciedad del cosmos, y yo me complazco por eso mismo en esta otra visión placentera del artista, donde lo temeroso queda lejos y la inexistente realidad de nuestros mayores se viste de tan bellos modos.
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