Jesús viene a nosotros para devolverle a Dios el corazón distraído del hombre, y le preocupa, dado el clima de desconfianza y renuencia que difunden sus adversarios entre la gente, averiguar cuál sea la resonancia que obtiene el anuncio de le Buena Nueva en sus oyentes. Pregunta por eso, aquí y allá, por el nivel y calidad de la fe en su persona, a unos y otros.
-¿Quién dice la gente que soy yo?
Los discípulos le informan que quienes viven encerrados a cal y canto en el reducto tradicional de la Antigua Alianza, le incluyen entre sus profetas más preclaros; no salen hacia él, sino que prefieren considerarlo dentro de las paredes de su recinto mosaico.
- ¿Y vosotros? ¿Qué es lo que pensáis vosotros de mí?
Ellos sí; ellos creen en el Hijo de Dios que vela su persona humana.
A unos ciegos que, pugnando por obtener del contacto prodigioso de los dedos de Jesús el inapreciable don de la luz, le siguen ansiosos por que les abra los ojos al mundo, les pregunta hasta qué punto creen que es posible lo que desean. Y el aval que garantiza la fe puesta en su persona, bien vale la curación ansiada con tanta firmeza.
El Reino de los cielos tiene una puerta más bien estrecha y la llave que nos la deja franca no es otra que saberse de memoria a Jesús y confesarlo abiertamente.
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