Hoy se pregona mucho que hay que tener fe en si mismo, y se comprende que se le predique al que ha perdido la autoestima, o como suele decirse, la tiene baja.
Un hombre amilanado, achicado, no vive su vida con plenitud. Está encogido y su apocamiento le impide realizar lo que realmente puede y sueña que debería hacer. Necesita creer en sí mismo y recuperarse convencido de que puede más de lo que cree. Sólo que no hay mejor manera de tener fe en uno mismo, que tenerla puesta en Dios. Quien se fía de Dios, como confesaba Pablo, “sé de quien me he fiado”, consigue tener tras de sí el respaldo más firme. Él respalda y anima nuestra fe. Sin él, Pablo no hubiera podido soportar el peso formidable, casi increíble, de sus contrariedad sin término.
Me viene a la memoria la estampa ubérrima de esos naranjos cuyas ramas, vencidas por el encendido peso de la fruta, amenazan troncharse de un momento a otro, lo que se impide apuntalándolas con solícitos tutores.
Dios es nuestro rodrigón más eficaz y cercano. Y a poco que intentemos comprobarlo, sabremos, felices, de quién nos hemos fiado.
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