jueves, 31 de marzo de 2011

El Espíritu de Jesús y los poderes del mal

Jesús, en las aguas del Jordán, al dejarse bautizar por Juan, recibe del Padre la unción del Espíritu divino que le inviste como mesías, Hijo de Dios. Esta unción le capacita para instaurar el Reino, cuyos poderes se manifiestan en la sinagoga, el corazón de Israel, pugnando con las fuerzas del mal. Ese Espíritu que desde ahora le dictará hechos y palabras, es el mismo que, en Matero, le lleva al desierto, en un pasaje que funge como prólogo y eje temático de su evangelio, donde Jesús releva a Adán, restaurando el orden pervertido por el pecado, signo de un pulso incesante con el mal y con cuantos le representan saliéndole al encuentro para tentarle y hacerle caer. Es un incesante pugilato entre dos reinos, el de la divinas bondad y el de la perversidad siempre combativa.
Y en ese incómodo itinerario, ostentan la más ridícula inversión de valores quienes, astutamente, se empeñan en interpretar el signo que es el envío de Jesús como obra del diablo. Es el colmo fariseo de la ceguera y mala voluntad.
Y le piden un signo al que lo es de evidentísima manera. ¡Qué difícil es abrirles los ojos a quien, en defensa contra la luz, los cierra obcecado!

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