¿Por qué titubea tan lábilmente la fe del hombre? El padre del niño vapuleado por su propia histeria, confiesa que cree, pero su fe es dubitativa a veces. Y cuando son los mismos discípulos de Jesús quienes, a pesar de la proximidad con él y de todo lo que tienen visto, creen sin demasiada convicción, Jesús no disimula su decepción. Se diría que no sabe ya qué hacer para que crean de todas todas. Y contra su inoperancia aduce que lo puede todo quien tiene fe. Algo falla entonces evidentemente. Falla nuestro aliento, que no se nutre del espiritual de Dios, cuando nos bastaría una simple tacita de fe.
La fe nos une a Dios, en quien creemos, siempre y cuando creamos con determinante firmeza. Y es que hay además un recurso para acrecentar esa enclenque medida de fe que merma nuestra dudosa consistencia: la oración, ese lugar donde la fe y Dios se encuentran y entrecruzan sus manos cariñosamente. Es en buena parte lo que hace el buen padre: confesar paladinamente a Jesús la debilidad de su fe. Es un bien comienzo. Conocerse, saberse. Y desde ahí, tratar de acendrar nuestra confianza vacilante en Dios, nutrir nuestro credo.
Señor, creo, pero es que apenas puedo todavía.
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