Bajo un sol abrasador, Jesús, que además está cansado, tiene sed y se sienta junto a un pozo, el pozo de Jacob. Llega airosa con un cántaro apoyado en la cadera una mujer samaritana y Jesús le pide agua. La samaritana queda sorprendida de que un judío le dirija la palabra. No es lo habitual. Y le increpa a Jesús.
Juan crea entonces aquí un clima conflictivo evidente en el diálogo, a doble nivel de significación, entre el lenguaje de corte espiritual de Jesús, que trasciende el sentido mostrenco de las cosas, y el de la samaritana, de corto vuelo, que da a sus palabras el sentido doméstico habitual. No es posible entenderse, porque es como si hablasen idiomas distintos.
Los cuadros dialógicos de Juan son siempre dramáticos, por eso. Pero el conflicto, al final, tendrá un desenlace feliz, cuando la mujer empiece a conocer y entender a Jesús y le manifieste su deseo, ella también, de beber del agua que hace cristianos. Y hay un hecho muy significativo: al descubrir la condición mesiánica de Jesús, se convierte en testigo entusiasta de su presencia, presentando ante todos el beneficio de su divino hallazgo.
Conocer a Jesús y no hablar de él impresionados, no tiene razón de ser. Descubrir a Jesús es empezar a amarlo, y el amor no puede dejar de ser expansivo, porque el que ama, ama jubilosamente. Que lo diga la samaritana, esta mujer desenvuelta y experimentada a la que le sobran maridos, pero no tiene nombre. Ha dejado en blanco su firma, para dar cabida a cuantos la palabra incisiva de Jesús nos sacude el alma y nos devuelve conversos a Dios.
¡Quién no tiene sed de Jesús!
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