Se nos dice que María era una joven virgen. Qué menos que una Madre de Dios tuviera que serlo, por más que aleguen algunos que la virginidad contradice el ideal femenino de la mujer judía, temerosa siempre de una horrorosa esterilidad que le imposibilitaría ser madre. Pero es que ser Madre de Dios es cosa muy distinta y lo vale todo.
La divina creación de Jesús, obra de excepcional del Espíritu Santo, requería, como de una cuna intacta, del seno virginal materno, ya que quien nacía hombre, no dejaba de ser Hijo de Dios. Hasta las teologías ajenas del momento, arropaban esa misma divina conveniencia común, como una urgencia de lo más natural.
No necesitamos nosotros de tales apoyaturas. Nos basta la palabra de Dios y la exquisitez de los labios del ángel. Recordemos, si acaso, que las manifestaciones angélicas, en el lenguaje bíblico, siguen todas un mismo patrón que se cumple también aquí. Hay primero una repentina aparición de un ángel que sorprende a María con un saludo que no deja de ser inesperado e insólito; el ángel aquieta cortésmente el ánimo de María, no es cosa de ponerse a temblar; se enuncia el mensaje; hay una alegación de María, antes de dar su aquiescencia, para concienciarse de lo que está ocurriendo, a todas luces increíble; y el ángel, antes de emprender vuelo hacia los umbrales de Dios, confirma su mensaje con un signo.
¡Dios te salve María! - le dijo el ángel. ¡Dios te salve María! ¡El Señor está contigo!.¡No dejes nunca de estar tú con nosotros!
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