Dos puntos de observación nos sirven para poner de relieve la grandeza imponderable del misterio de la salvación. San Pablo enuncia el primero: Dios, a fin de salvar al hombre, se despoja de su condición divina para investirse de la del hombre, aparcando el infinito esplendor de su gloria, que no cabe en el desvalido corazón del hombre. El segundo nos lo propone Mateo: El Hijo de Dios que es Jesús, deja apuñalar su vida para habilitar con su sangre la naturaleza caída del hombre y habitarla con su espiritual presencia.
Sus discípulos, anonadados, no acaban de entender. No se imaginan sometido al sufrimiento al Hijo de Dios. Quieren lo mejor parta Jesús y no saben que lo mejor es cumplir la voluntad del Padre.
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