Se nos dice en la parábola del hijo pródigo que solían acercarse a Jesús, para oírle, publicanos y pecadores, y que a distancia, escribas y fariseos, agazapados en un segundo plano, le criticaban entre sí porque le veían alternar amigablemente con publicanos y pecadores. La parábola va dirigida precisamente a ellos, y si bien se mira, es como una escenificación de aquel otro pasaje de la vocación de Leví, donde dice Jesús que no necesitan médico los sanos, sino los enfermos. Allí se enuncia el tema; aquí lo comenta Jesús de modo más conflictivo y dramático
No era Jesús un mesías belicoso, ungido con la cólera del diluvio o Sodoma, que exterminaría ceñudo a los pecadores, como soñaba la clase dirigente de la religiosidad hebrea. ¿Dónde quedaban los predicadores de la divina misericordia? El amor, en cambio, desarma a Jesús, que viene sin otra espada que la de su palabra compasiva para con menesterosos y pecadores. Un mesías así decepciona a escribas y fariseos. ¿Qué puede esperarse de él? Un mesías débil, indefenso, inerme, no entusiasma a nadie. Pero ese mesías sin otros haberes que su bondad, vencerá definitivamente al mundo desde la sangre derrotada de su muerte. El amor mata gigantes.
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