La cuaresma aparece herida en la frente por la tentación. Es el primer paso, a la par de Jesús, hacia la luz inmarcesible de la Pascua, y ya hay una piedra afilada y negra en la pendiente del camino.
La tentación es un arrumaco diabólico y cobarde para seducir con taimado fingimiento la debilidad del hombre. Su cara es sonriente y femenina. Pende como un fruto fascinante del árbol de la mentira. Es la misma mentira emboscada en la persuasión, lejos de toda reflexión meditada y razonable. Bien mirado, el intento engañoso de la tentación ofende y ensucia el ajeno cristal de la inteligencia, creada por Dios para alimentar verdades; su propósito es, pues, pernicioso, fraguado en el charco podrido de la perversidad.
Tentar a Jesús es la más sucia de todas las añagazas, el más atrevido de todos los delitos. Jesús es la misma Verdad, adornada con las virtudes afines de la sinceridad, la humildad, la transparencia propia de los sencillos de corazón.
Vencer la tentación es ungir las propias debilidades con el dedo en sangrentado de Jesús, vencedor de la muerte en la cruz.
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