viernes, 16 de noviembre de 2012

El fin

    Dios lo ha hecho todo, incluido el tiempo que da curso a todas las cosas, y esas cosas tienen, además de su sentido inmediato, el de su referencia a Dios.
    Así es cómo, camino de Jerusalén, donde le aguardan traición y muerte, piensa Jesús en ese otro fin que tienen las cosas, que es su sentido trascendente. Lo avalan el diluvio y Gomorra, signos del fin universal.
    Cuando nos sorprende el fin de algo ocurrido cerca de nosotros, vale también imaginar el que a nosotros nos aguarda. Así, el incendio de un bosque, nos recuerda la fragilidad de todas las cosas. Y así la gente. Comían, bebían, se casaban. Todo va en acelerada marcha, y no faltan quienes disfrutan despreocupados y sin freno del bienestar. Y de pronto, una lluvia de fuego acaba con la perversidad paganizada que no reza ni ama.

     Todos tenemos nuestro diluvio particular, pero que hay que pensar con la alegría de saber que, llegado el momento, Dios nos sale al encuentro, de los que han vivido con él y para él. Es la diferencia entre quienes le viven ya aquí, ahora, y los que le descubrirán inexorable cuando, tarde y a oscuras, no les quede ya tiempo para nada.


Reflexión: Dinosaurios a la carta


    Ahora resulta que podemos crear dinosaurios. La prensa viene notificándolo, como una realidad ya próxima, aunque el criterio de Jack Horse que viene trabajando en ello y el de otros paleontólogos no resulten coincidentes. Se trata de obtener un ejemplar de dinosaurio manipulando los genes del óvulo de un pollo, el eslabón más cercano a tan feos bichos antañones. Se pretende así retrasar la edad genética del polluelo unos milloncejos de años, y ya está. El resultado sería un pequeño dinosaurio volador, un simpático dinosaurito, con el pico dentado y alas descomunales, capaz de comer pajarillos, ranas  y ratones. Un catedrático español dice que cuanto más, lo que se lograría será maquillar un pollo, de modo que parezca un dinosaurio. El tiempo dirá.

Rincón poético

¡SUERTE LA MÍA!

Yo sabía de ti
apenas lo que un niño.
¡Qué suerte, mi Señor,
de haberte conocido!
Yo era como las aguas
derramadas de un río
que dudan ir, inciertas ,
sueltas por los caminos.
Te encontré en un recodo
muy dentro de mí mismo.
Fue como despertar
a tu luz, Señor mío.
Mi alegría halló el tono
más sincero y más íntimo,
porque sé del tesoro
de estar siempre contigo.
¡Qué suerte, mi Señor,
de haberte conocido!


(De Paseando mis sueños

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