sábado, 17 de noviembre de 2012

El juez injusto

    Hasta un juez injusto que desprecia al hombre, acaba por ceder y hacer justicia a quien le importuna.
    Jesús no sólo enseña a su discípulos la necesidad de orar y qué es lo que deben rezar cuando oren; les inculca que no han de desanimarse por mucho que Dios tarde en atender sus demandas. Insiste en que Dios gusta de oírles, aun sabiendo de antemano qué es lo que necesitan y le van a pedir, y a fin de que no desmayen en sus redoblados intentos por obtener el favor divino, les previene contra la tardanza de Dios. Habría que recordar que, si orando halagamos a Dios, debemos de sentirnos complacidos de que él nos escuche, aunque no nos conceda lo que le pedimos o no con la urgencia que ponemos nosotros en ello. Sus razones tendrá.




 

Reflexión: La luz y la verdad

    El hombre ha sido creado inteligente, lo que le permite acceder al conocimiento de la verdad e incluso razonar para descubrirla. Un hombre cabal es un hombre bueno y un hombre bueno ama la verdad. La verdad es la luz que da claridad a la mente.
    Desde antiguo se ha identificado la verdad con la luz que esclarece nuestro raciocinio y esa luz ilumina nuestros propósitos, proyectos y actos. Justamente porque Jesús es la verdad, se dice de él que, en el ámbito de nuestra espiritualidad, constituye nuestra luz. El prólogo del evangelio de san Juan especifica precisamente que Jesús es la luz de la vida y que el Bautista no era la luz, sino el reflejo que señalaba de dónde le venía a él la claridad esclarecedora de un camino que mostraba el advenimiento del Mesías.
    Se accede a la luz de Dios mediante la fe. Es ella el lazarillo que nos lleva a la linde donde Dios habita, abriéndonos los ojos del espíritu a su conocimiento.


Rincón poético

 NIÑOS EN GUERRA

Detente, siéntate junto al camino
y descansa un instante.
Piensa cuánto has andado desde niño.
Hay cosas muy lejanas;
como aquella visita al pueblo de la abuela
donde giraban al amanecer
las aspas formidables
de unos molinos,
junto a las viejas piedras del castillo.
Recuerda la escalera
de interminables escalones
que dejó a coscorrones
amargas cicatrices en tu frente;
piensa en la guerra que hicieron implacables
todos, y no sabías
por qué. Nadie contaba
contigo y se mataban en las tapias
del cementerio, en las cunetas
y los campos de mies entre amapolas,
sin saber muchas veces
a quienes inyectaban el veneno
de la agresividad.
No contaban los muertos. No servía
para tener razón. Y algunas veces
nadie los enterró, que el tiempo urgía
para seguir matando ciegamente.
Nadie supo tampoco, al paso de los años,
quien ganó aquella guerra.
Esa fue mi niñez. Y justamente
esos niños de ayer sí que sabemos
cuánto perdimos.

(De Paseando mis sueños)

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