viernes, 30 de noviembre de 2012

La vocación de San Andrés

    En el relato de la llamada del grupo apostólico que en lo sucesivo van a rodear al maestro, es significativo el gesto imperativo con que Jesús los va eligiendo uno a uno, y la presteza con que ellos, sin hacer preguntas y dejándolo todo, le siguen al instante. Como san Pablo, sabían muy bien de quién se había fiado.
    Jesús está pasando siempre ante los hombres y su llamada no cesa ni un instante. Responder a su llamada no es sólo cuestión de oportunidad, sino un don de la gracia que llama a nuestra puerta.
    Cuenta la tradición que san Andrés murió alabando los beneficios de la cruz en la que, tal vez a escondidas, había visto agonizar al maestro, y que repetía con fervor:
    - Devuélveme, oh cruz, a mi Maestro, para que por ti me reciba, quien por ti me redimió de todas mis culpas. Una bella oración de quien añoraba afanosamente su presencia amorosa.


Reflexión:  El doble rasero de medir

    El evangelio nos propone un doble rasero de medir las cosas. Son modos contrapuestos de medir Dios y el hombre. Dios para juzgar al hombre mira al corazón, fuente de todos sus actos; el hombre mira los hechos externamente, al margen de lo que sienta.
    Para Jesús el corazón es lo primero; él es el que surte de bondad y sentido común al hombre. Y así, cuando dos personas echan su donativo en el arca de las ofrendas, una más, porque puede, y otra menos, porque es pobre, Jesús prefiere el corazón de la segunda.
    Aquella da de lo que le sobra, esta otra, pobre y viuda, da lo que tiene. Y en las cuentas espirituales de Dios, la mujer da más, porque lo da todo. Las dos dan, pero no es la cantidad lo que más suma en el libro de contabilidad de Dios, sino la calidad de la mano que hace el donativo.
    En todo orden de cosas, démosle a Dios lo que entendamos que él nos pide, aún con dificultades. Todo, hasta la misma vida, nos lo ha dado Dios. Devolvámosle lo que entendamos que él quiere que demos.


Rincón poético

    DENTRO

Tú, que llevabas reflejado
en tus ojos el reino,
y eran luz tus palabras
ardiendo entre tus labios,
pon una lámpara encendida
de amor en nuestra mente
y en el pecho una luz, un aleteo
de tu aliento callado y silencioso.
He escrito con mi sangre en las paredes
de mi celda tu nombre, repetido
un vez y otra vez, como quien grava
en el tronco de árbol centenario
una entusiasta fecha inolvidable.
Tú que sabes las veces
que el amor se desmanda
por maduros viñedos de locura,
no dejes que se apague
este amor que te tengo, Señor mío.
Tú eres eterno, eternamente
ha de amarte el amor con que te quiero.


(De Paseando mis sueños)

1 comentario: