jueves, 14 de marzo de 2013

El testimonio del Padre


Los prodigios de Jesús acreditan su condición divina. Es el Padre quien atestigua su propia naturaleza con esos prodigios y es entonces al Padre, no a él, a quien hay que referirlos. Así se expresa Jesús. Es como si dijera: Quien se asoma al río y advierte que el agua transcurre, colige de inmediato que aguas arriba hay una fuente que da vida al río. Si Jesús hace lo que hace y dice lo que dice, es porque aguas arriba hay una fuente misteriosa que brota de las manos del Padre.
Pero al Padre nadie lo conoce, sino el Hijo. Y eso es lo que pide Jesús: que reconozcan que sólo quien conoce al Padre como tal padre, puede revelar sus misterios, y su palabra reveladora le acredita.
Así, quienes, desde su ceguedad, se disponen a apedrearlo sin más, apedrean los cristales de la casa del Padre. No reconocen su propia incapacidad para detectar la presencia de Dios en sus signos, porque se fían más de sí mismos, que de la palabra divina que saben discernir. Leen la palabra escrita, pero no la hacen suya.
Faltos de la experiencia divina que alcanza el amor de Dios, se carece del ojo clínico de la fe, que nos revela la certeza misteriosa de su realidad encarnada en Jesús. 


Reflexión

La vara de medir cristianos

Si Dios es amor y Jesús reduce todo a amarle a él y a sus criaturas, el pecado es lo otro en el lado apuesto, desamor, infidelidad. El amor es lo que mide la gravedad de nuestras transgresiones, y la conversión es el atajo a través que hay que desandar desde el desamor hasta las manos bondadosas de Dios en el recinto de los que le aman de verdad. El amor es lo que nos santifica y vivifica; el pecado, lo que nos destruye y aniquila. Si queréis medir la envergadura de un cristiano, medir la consistencia de su amor.


Rincón poético

    AÑORANZA

Antes, era más fácil
hablar de Dios. El viento favorable
llevaba tus palabras por doquier,
el agua de los ríos mantenía
clara su arena entre guijarros de oro
y nadie se atrevía
a tirar pellas 
de barro a las estrellas 
ni a maldecir la torre de la iglesia
cuando las golondrinas la enhebraban 
siempre nerviosas con su raudo vuelo.
¿Tanto molesta el rezo bronceado
que voltean piadosas campanas?
¿Quién pretende velarle la mirada
a Dios? Son dentelladas
al aire, latigazos
con que domar el viento.
Nadie intente cubrir la luz del sol.
Dios siempre está; su luz nunca se pone.
Nunca la oscuridad tuvo mordazas
con que tacharle al tiempo
el alborozo del amanecer.

(De La verdad no tiene sobra)

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