martes, 12 de marzo de 2013

En la piscina de Betesda


Entre alegrarse por la curación de un impedido o indignarse porque esa bella acción se ha realizado en sábado, los judíos valoran más el descanso sabático; no tanto el hombre. No es la primera vez que Jesús hace cosas así, pero ahora lo hace en el corazón mismo de Israel, Jerusalén, donde residen las instituciones civiles y religiosas, y la reacción de la clase dirigente es tajante: hay que acabar con persona tan inquietante y provocativa. A todas luces, no parece una reacción normal entre gente religiosa, más bien su conducta huele a argumentación política. A Jesús, sin embargo, lo único que le preocupa es la integridad de la persona que no tiene a nadie, y por lo tanto su conversión: No peques más.

No es otra la razón por la que la liturgia cuaresmal nos recuerda hoy este pasaje evangélico. Nuestra conversión debe resumirse en un propósito de no volver a ofender más a Dios, que es infinitamente santo; el pecado ocupa el polo opuesto de la santidad de Dios. ¿El camino para volver al Padre? La conversión.


Reflexión

Maldito quien extravía a un ciego

Leemos en el Deuteronomio, cap. 27, una inscripción de la ley, mediante fórmulas de maldición, con que se destacan modos de conducta execrable, donde se dice: Maldito quien desvía a un ciego de su camino. No deja de ser perverso el jueguecito de torcer el camino a un ciego desde la perfidia o la intención jocosa. Maldecir a quien tal hace es dejar constancia de que la estupidez de un corazón avieso es condenable.
Qué lejos semejante conducta abominable de la amabilidad de la ley de Cristo, quien dejó dicho que él era el camino. Nadie más contrario a todo extravío, termino que significa pérdida del camino.


Rincón poético

        SED ALEGRES 
                          San Pablo

¿Soy feliz? No me quejo.
Nunca faltaron amapolas
en mis trigales, a la luz del sol.
Ha sido siempre el regocijo 
mi modo de mirar, 
de estar consigo mismo,
de resistir, de amanecer.
Motivos tengo, porque mi fe canta
el gozo de contar con la certeza
de ser acepto a la bondad de Dios.
El alborozo de vivir,
saber que Dios está conmigo.
Todo es felicidad cuando se asila,
en techo que la acoja,
en el olvido la tristeza.
¡Que sencillo resulta ser dichoso,
cuando en la misma sencillez
se remansa apacible la alegría!
Mi júbilo además 
se afirma en la nobleza de saberme
inmerecidamente hijo de Dios.
Es como un canto que recitan 
al oído los labios fruncidos del amor.

(De La verdad no tiene sombra)

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