domingo, 5 de mayo de 2013

Presencia de Jesús en su palabra


Jesús no se va del todo; se ha ingeniado el modo de que no nos falte su presencia misteriosa en su palabra y el pan de su mesa, mediante el Espíritu que le actualizará. 
Garantizan la vitalidad y eficacia de la Palabra de Jesús su origen divino y el respaldo del Padre, por más que la palabra de Dios es como un fuego que hay que alimentar solícitamente, so pena de que se extinga.  No hay razón, pues, para el desaliento o tristeza por la breve ausencia de Jesús, porque Padre, Espíritu y Él mismo nos van a asistir y habitar en el proceso de ahondamiento de toda la enseñanza recibida, palabra a palabra. Y esto, porque el evangelio ha de vivirse para mantenerse cristianos, y no se vive lo que no se conoce.
Esa vivencia de la palabra nos capacitará para llevar a Cristo a todos los hombres que quieran recibirlo, precisamente por la fe en su enseñanza, ungida con la celebración eucarística en el Cenáculo. Disponemos de la mesa de la palabra como preparación para el reparto del pan que es Cristo. En la palabra y la eucaristía, el Espíritu de Dios que habita y asiste a la Iglesia, hace presente a Cristo en cada celebración. 
La condición de esa presencia de Cristo en nosotros es, como él dice, permanecer en su amor, ser fieles al amor que él nos tiene.

 Reflexión

Analema en Burgos

Alguien, en Burgos, sobre el cielo que queda como fondo tras de la catedral, ha tenido la constancia de ir fotografiando el sol, día tras día, en la misma hora, durante un año, y ha obtenido un ocho punteado por una sucesión de posiciones, sujetas a la alternancia que imponen a la cámara los movimientos de traslación y rotación de la tierra.
Es un fenómeno astronómico que llaman analema. Los griegos llamaron cosmos al universo, que quiere decir orden y belleza. Realmente los cielos proclaman la grandeza de Dios.


Rincón poético

            SU SOMBRA


¿Dónde quedó la sombra de su vida,
cuando él cruzó los cielos para siempre?
¿Qué fue de ella? Su sombra, que iba siempre
con él, como un mastín acostumbrado,
oscura a pleno sol, aceitunada
y agigantándose al atardecer.
Siempre sumisa, silenciosa siempre, 
de noche, se escondía en su descanso
igual que el perro en un rincón oscuro.
Y al morir él, se fue desvaneciendo
junto a su cama, malherida
por el abatimiento.
No son en sí. Se arrastran
sin cadenas, uncidas a nosotros.
Hay otras sombras de ceniza
que entre ruinas inhóspitas perduran 
agazapadas en los pliegues turbios
de la memoria, pertinaz
acusadora siempre, 
mas no se dejan ver; duele evocarlas.
Mueren también cuando morimos,
todos reunidos en un mismo lecho
de endurecida tierra.


(De El almendro en flor)

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