sábado, 29 de junio de 2013

San Pedro y san Pablo

Una certera confesión de fe es la señal que interpreta Jesús como revelación divina sobre su mesianidad. A Pedro corresponderá regir los avatares de la primitiva Iglesia desde que Jesús le erige en tan señera circunstancia como primera piedra inconmovible de su perdurabilidad.
Pedro es un hombre rudo y fuerte, de encallecidas manos, que hace merecimientos más que sobrados para las sucesivas reprensiones de Jesús. Tres veces le negó y otras tres le confesó su amor rendidamente. Todo en él revela al fin ser un hombre bueno que, de tropezón en tropezón, se aprenderá de memoria el camino que es Cristo, a quien seguirá hasta dar su sangre por él testimoniándole con fe. San Pablo es el apóstol incansable, arrojado, converso hasta la más pura radicalidad de su fe en Cristo. Él abre el camino de la expansión del cristianismo en occidente con clara visión misionera. Sus cartas hablan de su denodado esfuerzo por hacer valer la ley de Cristo a todos los rincones del imperio desde los valores evangélicos a que él se atuvo sin paliativos, como la justificación del hombre ante el amor del Padre.

Reflexión

Cristianos asesinados en Pakistán

Infan Masih, un joven de 20 años, cristiano pakistaní, ha muerto a manos de la policía, el 8 de junio pasado, durante los ocho días de torturas a que le sometió la autoridad local, en un país musulmán donde los asesinatos de esta índole son cosa ordinaria. Los médicos que le examinaron contaron hasta 22 huesos rotos por los tormentos a que fue sometido, a causa del delito de ser creyente cristiano. Y sucede que los agentes de tales asesinatos quedan siempre impunes. Occidente está sabedor de tal discriminación religiosa, pero intereses espúreos le cierran cínicamente la boca. 

Rincón poético

       SAN PABLO

Qué injerto de ti mismo, mi Señor, 
le clavaste en el pecho que decía
que eras tú, no era él,
mi Dios, quien le vivía.
Qué savia le infundiste, con qué hilachas
enhebraste su vida,
que soportaba los arreos
de acerbas manos agresivas,
rojos los ojos, negro el frenesí,
como un cantil contra la mar bravía.
Moría en él la Ley y el Evangelio
madrugaba en su pecho. ¡Qué alegría
comprobar cómo tú resucitabas,
entre sus manos, en el agua pía
que buye en el bautismo, 
en la palabra misma


que estrenaste tú mismo en Galilea,
y en el pan tierno de la eucaristía!
¿Sospechaba san Pablo que el acero
se templa al fuego y que la fragua viva
del amor tú la alientas?

(De La flor del almendro)

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