miércoles, 24 de julio de 2013

La simiente


El bien y el mal están como al acecho para hacerse con este trozo de tierra que puede dar abundante cosecha de buen trigo o espinos y abrojos estériles. Y depende en muy buena parte de nosotros,  que esa tierra yerma sin la ayuda de Dios, esté mullida y en condiciones de fructificar con la semilla que él esparce generosamente en buenos y malos. No hay semilla buena o mala. La semilla es siempre buena. Buena o mala es la tierra en que esa semilla cae. Buena o mala es la disposición del hombre al recibirla. 
Dios no es remiso en dar; debemos ser solícitos nosotros en rentabilizar los dones que pone en nuestras manos. La cuestión es poner nuestra voluntad al hilo de la suya, a fin de que su gracia no quede estéril por nuestra desidia. Y para ello, es conveniente estar siempre a la escucha de su palabra sembradora, a fin de llevarla a la práctica. No siempre el que oye es consecuente; es lo que nos insinúa Jesús al declarar que el que tenga oídos que oiga.

 Reflexión

Las espigas del evangelio

De un modo u otro, las espigas están en lo hondo del misterio de Cristo. Las espigas del pan nuestro de cada día, las espigas del pan eucarístico, el grano que cae en terrenos desiguales, y aquí, la espigas que, una vez desgranadas, atenuarán el hambre de unos pobres seguidores de Jesús, bien que no faltan quienes atraviesan la carreta en el camino que es Cristo, para entorpecer su enseñanza.


Rincón poético

            RUEGO

Yo quisiera alabarte, mi Señor,
con estos mismos labios
con que te he herido tantas veces
pronunciando palabras desmedidas,
indecorosas. Es tan fácil
hablar, dejar que afluyan las palabras
como el agua de un río fragoroso,
sembrar el viento de sonidos
chirriantes, es tan fácil
cabalgar alocado
a lomos del lenguaje,
que no pongo vigías en la boca
que no cierno mi trigo en el cedazo,
falto de luz, los ojos pagados
y el corazón incluso marginado.
Quiero alabarte. Quema
como al profeta, como al sabio,
con un rojo tizón incandescente,
mis labios, que mis vítores
 no desdigan, Señor, de tu pureza.

(De A la sombra de un álamo)

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