miércoles, 17 de julio de 2013

Los pequeños

Padre, Señor del cielo y de la tierra. Es la única vez en todo el evangelio que Jesús se dirige al Padre con estos calificativos que destacan la grandeza de Dios, señor de todas las cosas.
Jesús contrapone así la grandeza de Dios a la menesterosidad de los pequeños. A Dios no le impresiona la grandeza de los hombres, mediocre imagen de Dios, ya que él es la grandeza absoluta; ama a los pequeños, desde su misericordiosa condescendencia, porque ama al hombre.
Pero, ¿qué es lo que le dan a Dios los pequeños? Le dan ocasión de poder amarlos al ras de su Hijo. ¿Y qué es lo que el Padre da a los pequeños? Les da amor y razones para que le amen  a él. Y es que el Hijo se ha hecho pequeño también, y el Padre le contempla en ellos.
Aprendamos a ser pequeños y niños, que no tienen  nada más que su confianza en los padres. Nos hacemos niños despojándonos de todo lo que encubre nuestra verdad, que es todo lo que no somos y nos empeñamos en tener. Nuestra verdad más desnuda es nuestra pequeñez, la pequeñez a la que llegó san Francisco, tan cercano a Cristo pobre.

Reflexión

Los caminos de polvo
  En tiempo antiguos, lo caminos en verano eran de polvo y en invierno de barro, de modo que al llegar al destino, lo inmediato era lavarse los pies. Es lo que le reprocha Jesús a Simón, el fariseo que le convida: no haberle servido agua en una zafa y lavarle los pies.
En siglo XVII, me consta que los franciscanos tenían ordenado lavar los pies de los huéspedes que se quedaran en sus hospicios. Y si el camino había dañado los pies del viandante, se los lavaban con vino, para su su mejor alivio. Esta práctica, para los religiosos era una atención caritativa y un ejercicio de humildad.


Rincón poético

    LA MANO TENDIDA

Mi mano no acaricia al que va ciego
por medio de la niebla, indiferente
a zanjas donde entierra
el otoño su olvido y el invierno
su boca congelada de metal.
No acogerá mi mano su extravío.

Mi mano no acaricia
la tamizada luz que apenas mece
los pliegues de la noche.
La luna es como un llanto decadente
cuya luz escondida en cada lágrima
esparce por el polvo del camino  
la oscura brisa del silencio.

Doy mi mano tendida a quien me ofrece
la suya, luminosa de tanto espabilar
estrellas y luceros, que apacienta
en los prados oscuros de la noche
verdes luciérnagas, grillos con reflejos
y el canto amanecido
del gallo estrepitoso.

Doy mi mano a quien sabe
cómo hay que descansar,
cómo hay que amanecer,
escocidos los ojos
de tanta luz, y pone en pie la vida
amablemente al despertar.

( De A la sombra del olmo)

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