domingo, 15 de mayo de 2011

El buen y el mal pastor

         El primoroso cuidado con que trata el buen pastor a los suyos, se opone al trato desabrido que da a sus ovejas el mal pastor.
Jesús procede desde el servicio a los demás; un objetivo que transe toda su obra, por lo que sus apóstoles cifran el eje de todos su afanes diciendo que pasó su vida haciendo el bien a todos. No así el  mal pastor, que procede desde la indiferencia y el propio interés. A Jesús le mueve el amor; al mal pastor el salario.
El evangelio del buen pastor y los malos pastores se encuadra en un contexto del rechazo a Jesús, por parte de quienes se justifican alegando no saber quién es ni cuál sea su origen. Él replica que sus hechos le definen, sólo que a ellos, que no pertenecen a su grey, les es ajeno. Y el mejor indicativo de su calidad de pastor bueno es exactamente que llama por su nombre a los suyos, a quienes a su vez les conmueve su voz.
Al mal pastor le define su afán de poder. El afán de poder está en la misma base de nuestra naturaleza humana: ese afán por sobresalir, por  ser más que los demás, valer más que los demás, tener más que los demás.
No deja de ser un recurso de compensación de la falta de seguridad en uno mismo, que conduce a la preeminencia que da la posesión de las cosas. Pero tener no es ser. Quien se identifica por lo que tiene, se identifica por lo que no es.

Entretenimiento: ¡Que llueva, que llueva!
       Con qué oportunidad, en TV se mostraba hace poco un paisaje inhóspito y desértico, una profundísima paramera en lo que, en tiempos, había sido un lago extenso lleno de verde vitalidad. Con qué oportunidad, digo, porque cuando ya no parecía sino que la sequía se había instalado en nuestros lares, como algo a lo que los cambios climáticos quisieran acostumbrarnos, las nubes de mayo, antes huidizas y pasajeras, nos han mostrado su opima benignidad. Y es que ayer mismo, de nuevo, llovió intensamente. Una nube grisácea y compacta se asomó tras los montes, ocupó apresuradamente el cielo y abrió el caudal grisáceo de sus riquezas como quien rompe una presa sobre el campo con ruidoso pataleo.
Primero fueron unas gruesas gotas dispersas de agua de notable tamaño; luego un redoble repentino de atropellada lluvia inicial; y finalmente, un desplome de lluvia copiosa, casi torrencial, tan largamente esperada.
La lluvia nos devuelve las esperanzas perdidas, la alegría de la fertilidad, el feliz vislumbre de próximas cosechas. Hasta los niños acogen jubilosos la llegada de las lluvias: ¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva! 

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