domingo, 22 de mayo de 2011

Los niños y Jesús

        Ocurrió en algún lugar impreciso de Judea, al otro lado del Jordán.
Los discípulos, solícitos como guardaespaldas, tratan de evitar que los niños se acerquen a Jesús.
Tocar a Jesús para beneficiarse de la gracia de sus facultades sanadores es recurso que se repite en el evangelio. Lo hace furtivamente la mujer enferma de flujos de sangre que la mantienen irremediablemente impura y Jesús discierne al instante la efusión de su espíritu, a diferencia de cuántos también le tocan apiñados en torno suyo. Y en sus correrías evangélicas, igualmente, la gente le acerca sus enfermos y al roce con su túnica, quedaban exentos de todo daño.
Humedeciendo la yema del dedo en su saliva, toca Jesús los ojos del ciego de Betsaida y queda curado de inmediato, al igual que quita el candado del silencio a la sordera de otro desvalido. Sólo cuando Jesús ha dejado el escueto trozo de tierra que le cupo en su enterramiento, lleno de la vida con que Dios le ha vuelto a investir de gloria, contiene con un gesto de la mano el impulso entusiasta de Magdalena de asirse a sus pies. Todavía no, María.
Aquí son las madres quienes acercan sus hijos a Jesús para que les imponga las manos y les bendiga, y los discípulos no se percatan de que los niños son signos vivos de la humildad y desvalimiento que él prestigia con su palabra y el testimonio de su propia vida. Lento aprendizaje el de tales discípulos.
Dejemos hacer a Jesús. Él sabe lo que quiere y por qué.

Reflexión: El concepto de espacio en los salmos

Según creo haber leído en Antonio Bonora, y el rezo litúrgico lo corrobora de hito en hito entre alabanza y alabanza, la cultura hebrea del salterio concibe el espacio de la creación como una extensión cercada por sucesivos círculos concéntricos, centrados por la impresionante realidad de Dios. Hay un primer círculo constituido por Jerusalén, significado por la santidad de Dios presente en el descanso espiritual del templo. En torno a Jerusalén queda el círculo de la promesa de Dios al pueblo de su propiedad, y abarcando todo el conjunto, la luminosa grandeza innumerable del cosmos. Todo ese conjunto es la razón de la alabanza inacabable a un único Dios que, armoniosamente, hizo en favor del hombre todas las cosas.
Cabe añadir que la resurrección de Cristo lo trastrueca todo, en ese anillado  espacial de cercos sucesivos, instituido gloriosamente, como realización de la promesa, centro y articulación de todas las cosas por Dios, a quien hemos de rendir culto, no ya en tal o cual templo exclusivo, sino en espíritu del bautismo y la verdad del evangelio, identificados con su divina voluntad, en aras de un reinado de amor que ya está ahí, bien que pendiente de su realización definitiva, cuando traiga consigo un cielo nuevo y una tierra nueva. Han caído rotos todos los círculos espaciales y nos movemos ahora en el ámbito de una Iglesia que preside el Espíritu de Dios en nombre de Cristo.

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