martes, 17 de mayo de 2011

Yo y el Padre somos uno

        Los adversarios de Jesús se muestran intrigados porque Dios ha venido rodeándolo de prodigios que no parece sino que testimonian su realidad divina y ellos, que se saben a sí mismos como oriundos de Moisés, ignoran quién sea ni de dónde viene Jesús, aunque la verdadera dificultad de esos judíos no es que no sepan quién es Jesús e ignoren su origen; saben todo lo que necesitan saber, pero no dan fe a lo que ven sus ojos.
No es fácil el camino de la fe, si quienes no pueden abrigarla carecen de la sencillez de corazón necesaria para admirarse ante el prodigio constante que es Dios en Cristo. Para el que tiene el corazón enterrado en sí mismo, porque sólo cree lo que  sus ojos perciben, Jesús no es nadie ni significa nada.
Y él, alzando la voz, se define claramente a sí mismo como lo que es, le crean o no: Sucede que él y el Padre son una misma cosa. Es decir, él, como Hijo de Dios, participa de la misma naturaleza que el Padre de quien procede, está injertado consustancialmente en él, les unifica estar hechos de una misma madera, precisamente por eso, porque procede de él.
Esa es su naturaleza y ese su origen, dos caudales de agua que se encuentran en una misma confluencia. Que nadie en lo suc La soledad, en su sentido llano más inmediato ha sido refugio eficaz de perseguidos, durante siglos, en una alta cueva inaccesible, en el bosque inextricable, incluso en el marasmo de la gran ciudad. Es la soledad como escondite, a cuyo resguardo se pueda desaparecer de quienes te buscan con ahínco para deshacerse de ti, de muy otro modo a como se deshace uno de ellos. En países de oriente, el desierto era el recurso más a mano para huir de quienes le acosaban a uno y permanecer a veces escondido de por vida. El desierto era el lugar más propicio para escabullirse y burlar a quienes no te querían precisamente bien.
Desierto de aullidos, se le llama desde el temblor de la noche, en la Escritura, por su peligrosidad. El desierto da acogida a Moisés cuando en Egipto se le busca para ajusticiarle. Y de modo no muy distinto, perseguidos por la sombra ciega de Herodes, José y María buscan a tentones de la noche, en la huida a través del desierto, su salvación, exactamente en Egipto.
Existe ese otro desierto, no menos alejado de todo, que es el retiro espiritual, dentro de uno mismo, como puente levadizo del encuentro con Dios. A la soledad se acogen quienes, desconcertados desde que Dios les puso como garra de águila la mano en el hombro, dan un giro a su vida en alas de su propia conversión a él. Y como a Dios es difícil hablarle en medio del ruido y aun más difícil todavía tratar de oírle, porque más que hablar, susurra, la solución es citarle en el retiro del alma. Este tipo de soledad interior es la que busca el eremita y el monje, en lugares alejados y silenciosos, justo donde el silencio favorezca el trato y diálogo íntimos. Una soledad que no tiene nada que ver con la del hombre enfermizo que cree poder huir de sí mismo, desorientado interiormente, abatido, enfermo o desesperado. Y cómo no, está la soledad angustiosa del que ha quedado o han dejado solo los demás.
Queda esa otra soledad que ocasiona el sufrimiento, la ausencia del ser querido, la del alejamiento a que te somete la incomprensión o el desprecio. Es la soledad dolorosa de no tener quien pueble tu desolación interior, el dolor de una madre que pierde al hijo, el dolor de María que ve cómo están matando al suyo ante sus mismos ojos, morados de tanta pena, atada de pies y manos por la impotencia. Y es que los mártires, como Jesús, mueren solosesivo diga, pues, que no saben quién es y de dónde viene.
Jesús es nuestra luz y nosotros sí sabemos quién es, palabra de Dios encarnada, y de donde viene, viene de las manos de Dios a las manos al pecho de los hombres de bien.

Entretenimiento: La soledad
         La soledad, en su sentido llano más inmediato ha sido refugio eficaz de perseguidos, durante siglos, en una alta cueva inaccesible, en el bosque inextricable, incluso en el marasmo de la gran ciudad. Es la soledad como escondite, a cuyo resguardo se pueda desaparecer de quienes te buscan con ahínco para deshacerse de ti, de muy otro modo a como se deshace uno de ellos. En países de oriente, el desierto era el recurso más a mano para huir de quienes le acosaban a uno y permanecer a veces escondido de por vida. El desierto era el lugar más propicio para escabullirse y burlar a quienes no te querían precisamente bien.
Desierto de aullidos, se le llama desde el temblor de la noche, en la Escritura, por su peligrosidad. El desierto da acogida a Moisés cuando en Egipto se le busca para ajusticiarle. Y de modo no muy distinto, perseguidos por la sombra ciega de Herodes, José y María buscan a tentones de la noche, en la huida a través del desierto, su salvación, exactamente en Egipto.
Existe ese otro desierto, no menos alejado de todo, que es el retiro espiritual, dentro de uno mismo, como puente levadizo del encuentro con Dios. A la soledad se acogen quienes, desconcertados desde que Dios les puso como garra de águila la mano en el hombro, dan un giro a su vida en alas de su propia conversión a él. Y como a Dios es difícil hablarle en medio del ruido y aun más difícil todavía tratar de oírle, porque más que hablar, susurra, la solución es citarle en el retiro del alma. Este tipo de soledad interior es la que busca el eremita y el monje, en lugares alejados y silenciosos, justo donde el silencio favorezca el trato y diálogo íntimos. Una soledad que no tiene nada que ver con la del hombre enfermizo que cree poder huir de sí mismo, desorientado interiormente, abatido, enfermo o desesperado. Y cómo no, está la soledad angustiosa del que ha quedado o han dejado solo los demás.
Queda esa otra soledad que ocasiona el sufrimiento, la ausencia del ser querido, la del alejamiento a que te somete la incomprensión o el desprecio. Es la soledad dolorosa de no tener quien pueble tu desolación interior, el dolor de una madre que pierde al hijo, el dolor de María que ve cómo están matando al suyo ante sus mismos ojos, morados de tanta pena, atada de pies y manos por la impotencia. Y es que los mártires, como Jesús, mueren solos

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