Dar la vida por alguien es un gesto heroico que tiene un precio moral muy alto. La da sin pestañear la madre por sus hijos si se tercia la necesidad, y el precio no es otro que su mismo amor, un amor que no admite medida, porque para ella no la tiene el hijo.
No tiene precio nadie que se acoja al arrimo de Jesús, buen Pastor que da su vida por los suyos, a quienes pastorea llamándoles personalizadamente por su nombre, y que tiene asumido que con el precio de su sangre, logrará rescatarnos de la servidumbre vejatoria que impone la aberración del pecado.
Solo Dios puede percibir por entero la horrenda fealdad del pecado en toda su oscura gravedad. Sólo él puede tasar entonces el precio inalcanzable que cabría asignar al que tiene la sangre divina de su Hijo.
Menos mal que, por suerte, la infinita suerte de su gracia, Jesús, buen Pastor, es nuestro mejor amigo, y que además, por eso mismo, nos incluya entre los amigos de Dios.
Entretenimiento: La palmatoria de mi abuela
Mi abuela sospechaba lo peor de los adelantaos que traía consigo el progreso. Decía que eso de que una bombilla se enrojeciera de pronto e iluminara una habitación, era cosa del diablo. No le parecía explicable que girando la manecilla rotatoria del interruptor, se encendiera de pronto ese extraño artefacto colgante en forma de pera y llenara de claridad la sala. ¿De dónde había salido al luz? ¿Dónde quedaba agazapada? De modo que cruzando la habitación, al pasar por debajo de la bombilla, agachaba la cabeza por si acaso, para evitar posibles maleficios.
Ya estamos acostumbrados a los inacabables beneficios de la técnica, que lo invade todo, no siempre para bien. No siempre para bien, Que lo diga la contaminación de los ríos, el envenenamiento del aire, los desastres que comporta el cambio climático. La misma electricidad, cada día más cara, que lo encarece todo. Y no hay otra manera eficaz de alumbrarse. Yo mismo acabaré echando de menos la palmatoria azul, con su vela barata y amarilla llorando espesos goterones, de mi abuela.
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