Jesús es el paladín de la fe en la verdad que entraña su obra. Nadie como él a lo largo de toda la Escritura ha encomiado tanto el poderío de la fe. Ya al principio de su predicación, abre el libro de sus enseñanzas recabando de todos que crean en su palabra. Es condición básica de su evangelio. Quien crea en su palabra, cree en su persona, el Hijo de Dios.
Son innumerables las veces que insiste en que hay que creer en él a pie juntillas. Y es que Dios entregó su Hijo al mundo para que no perezca nadie que crea en él, le dice a Nicodemo. La fe mueve montañas, declara de hiperbólica manera, porque al fin, la fe en su palabra abre al creyente el portillo de la eternidad. A los apóstoles, informados por los dos discípulos de Emaús en el Cenáculo que han vito vivo a Jesús, les echa en cara su incredulidad. Ya había llamado torpes a esos mismos discípulos por su cortedad en la inteligencia de las Escrituras que hablan de él, en tanto que, a propósito de la increencia de Andrés, llama bienaventurados a quienes creen sin ver. Es lo que le sucede a Juan al llegar al sepulcro vacío: vio y creyó sin más. Y aquí ahora, le confiesa a Felipe-que quiere ver al Padre-, que quien cree en él hará las mismas cosas prodigiosas que él hace.
No es cuestión de jugar con la palabra de Dios como quien corretea con un patín o juega a la lotería, poniéndola a prueba. Pongamos a prueba la palabra que le hemos dado nosotros a él de seguirle siempre sin titubear, llenándola de amor y de una fe inconmovible, ¡a toda prueba!
No hay comentarios:
Publicar un comentario