viernes, 24 de junio de 2011

Juan, luz precursora de Cristo

       Todo resulta maravilloso en torno a la concepción de este niño. Son retazos luminosos del escenario de Dios desnudándose de sí mismo para hacerse niño también, embebido de nuestra carne. La luz divina que envuelve al uno, anuncia el esplendor coruscante del otro.
Juan no será la luz, declarará otro Juan, sino su reflejo, y reflejar a Dios será en lo sucesivo el cometido primario de todo hombre, ya que encarnándose en el hombre la luminosa Palabra  de Dios en la persona de Cristo, luz tenemos que ser nosotros para transparentarle en todo momento, cristales esmerilados, pero encendidos como vidrieras, de su gloria inmarcesible.


Reflexión: La alegría franciscana y los artistas
       Ese admirable libro medieval titulado Las Florecillas nos ha transmitido dos estampas llenas de ingenuidad y franciscana alegría: la de san Francisco enseñando a fray León que la perfecta alegría no es la ruidosa, intrascendente y dicharachera, toda superficialidad, del chiste y sus anejos, porque su excelencia estriba en saber sobrellevar con bien, como una distinción divina, las contrariedades de la vida, ungidos por el amor doloroso de Cristo sangrando en la cruz. Es un alegría seria y profunda resultante de crucificar el sinsabor de nuestras adversidades con los mismos clavos que desgarraron a Jesús.


         En otro ángulo de la propia satisfacción queda la alegría desbordada y traviesa de fray Junípero, quien, en la estrecha y pobre cocina del convento se las ingenia hasta rozar el desafuero, con tal de paliar como sea las necesidades alimentarias de sus frailes.
          La ingeniosa y recta intención de los intérpretes artísticos del franciscanismo han concertado lo uno con lo otro en un doble transvase de actitudes gozosas. No es otro el motivo de ver en alguna ilustración a Francisco, o cualquier otro hermano, casi enajenado y transportado de amor de Dios, tocando un imaginario violín con dos palitroques cruzados, en alabanza de Cristo.

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