Es hasta natural que asé sea. Si Cristo está donde aflora como descolorido rastrojo erizado el sufrimiento, es explicable que la paz perdida se halle también en esos mismos brazos de donde no acaban de caer los clavos que los mantienen abiertos.
La paz de Cristo es un don que vale la pena merecer. Es importante morir en paz, pero aun lo es más disfrutarla en vida, porque la paz que sólo Dios da, es un valladar insalvable contra el que se estrellan insidias, añagazas, empellones y desafueros.
Reflexión: ¿Cómo era María?
No sabemos cómo era la Virgen. Parece ser que era una joven de pocos años, limpia como el corazón de una fuente, nazarena, de ojos humildes, y que en su bondad rivalizaba con ángeles, y que no sólo enamoró a José, el carpintero; enamoró al mismo Dios. No sabemos si era esbelta o baja, de tez morena o clara, guapa o normalita.
Los pintores, desde la piedad cristiana, la han imaginado bellísima, noble, siempre seria y piadosa, según los cánones de belleza de cada tiempo. En todo caso, lo que importa no es su porte corporal, sino la grandeza de su corazón de madre en el que cupo, más o menos ajustado, el Hijo de Dios. Y si Jesús, su hijo, cantó los beneficios de la austeridad que aligera el corazón del pobre y se mostró tan compasivo con el dolor del hombre como desprovisto de pertenencias y dignidades, compasiva y pobre fue ella dignísimamente. Su belleza descansaba en la sencillez, la amabilidad y la cuidadosa atención con que retenía lo que oía sobre los divinos misterios, que al adivinarlos, los guardaba en su corazón, como quien guarda una perla singular.
Lucas es quien más supo de ella. Tal vez, tampoco él lo supo todo.
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