El mal y el bien no se encuentran nunca. Divergen sus caminos hacia horizontes opuestos.
El camino de la perdición es proclive a rodar por la relajada comodidad del descenso. El perverso no se cansa nunca, tal vez por eso. La pendiente, en cambio, que trepa hacia Dios, es ardua y fragosa, y llegados al puente levadizo que accede a su presencia, la estrechez de la puerta obliga a esforzarse y pugnar por ajustarse a sus exigencias.
Sucede, sin embargo, que el camino del mal desemboca en la oscuridad abismal del vacío; el del bien, en el eterno abrazo de Dios. La esperanza de los buenos está, pues, asegurada y es un aliciente alentador
Reflexión: La repulsión de los pobres
Si al cruzarnos con un pordiosero nos limitamos a verlo sólo con los ojos de la cara, puede resultarnos hasta repulsivo. Por nada del mundo descenderíamos a darle la mano francamente. Y ellos lo perciben, lo saben, por más que les humille y se acostumbres a nuestros desaires.
Jesús era pobre y pasó calamidades, como no disponer de un puñado de espigas recientes con cuyo trigo saciar su apetito. La samaritana se resistió a servirle un trago de agua fresca, porque no le aceptaba, ya que era judío. Dejó dicho que los pobres eran él mismo, que le hacían presente en su miserable estrechez.
¿Nos atreveríamos a sentir repulsión hacia el hombre pobre que fue él? Me atrevo a dudarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario