La liturgia elige un pasaje del evangelio de san Juan para exponer, con palabras de Jesús, la enseñanza sobre tan inefable misterio, que como tal, no deja de ser una verdad insondable.
Nada nos obliga a penetrar con absoluta perspicacia en las hondísimas entretelas de los misterios de Dios, pero sí a amarlo, porque su amor nos hizo. Pero sucede que acercarse al amor de Dios, es tanto como acercarse al conocimiento de su verdad.
Es, pues, Jesús quien nos dice, por san Juan, que el Padre y él son una misma cosa, todo lo mío es suyo, dice; que el Espíritu divino y él son una misma cosa, todo lo mío es suyo también; es decir, el Padre, el Espíritu Santo y él son una misma cosa, son consustanciales. Esencialmente, son lo mismo; personalmente, se muestran diferentes en su actuación y singularidad.
La fe es oscura, sólo que el amor a Dios nos da luz y la hace fácil.
Reflexión: La belleza de los salmos
La extrema antigüedad de la Escritura no es óbice para hallar en ella logros expresivos que no mejora el más consumado de los escritores de hoy en día.
En el lenguaje de los salmaos, por ejemplo, no sólo el sentido contemplativo de las maravillas y verdades de Dios, predominante en ellos, hace acopio de figuras de dicción con que pausar el ritmo y detener el tiempo, moderando la expresión, sino que, en ocasiones, el discurso narrativo echa mano de vivas descripciones donde el dinamismo y la celeridad acezante de los hechos crean cuadros de gran movimiento y expresividad. Así, en el salmo 106, leemos:
Entraron en naves por el mar (...).
Él habló y levantó un viento tormentoso
que alzaba las olas a lo alto:
ascendían al cielo, bajaban al abismo;
revuelto el estómago por el mareo,
rodaban (los marineros), se tambaleaban como borrachos,
y de nada les valía su pericia.
Es la arriesgada frontera entre tierra y cielo donde se muestra el hombre desbordado por la furia de la tormenta, en situación marco donde brille engarzado el poder compasivo del Creador, que es quien extendió sobre la tierra ese mar caprichoso, a menudo airado. Pero entonces,
gritaron al Señor en su angustia,
y los arrancó de la tribulación.
Ha amainado la tormenta. Y así ocurrirá también en el lago de Galilea, sólo que esta vez será Jesús quien apacigüe los vientos y acalle el fragor de las olas.
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