lunes, 11 de junio de 2012

El reino de Dios está cerca

     Jesús les sugiere a sus discípulos el tema sobre el que han de predicar: El Reino. El Reino de Dios está cerca. Es lo que dice también al escriba que le pregunta por el más alto de los mandamientos y que entiende que no hay como amar a Dios y al prójimo por encima de todo: No estás lejos del Reino de Dios, le responde Jesús.
    No es a los discípulos a quienes corresponde proclamar la conversión, sino anunciar escuetamente la venida del Reino, que está ya entre los hombres, como  les advierte a unos fariseos, porque ha venido con Jesús, y hay que abrir las puertas de la aceptación de su mensaje, llevando a la práctica la nueva ley del amor. Cristo es el Señor de ese Reino.

Reflexión: La esfinge

    Nuestro entorno más inmediato del que formamos parte y nos condiciona  constitutivamente, es la naturaleza. Nosotros mismos somos naturaleza. Pasear por el campo y observar los seres naturales que pueblan nuestro planeta es una aproximación al conocimiento de nosotros mismos. Es grato, por eso, contemplar la belleza de un paisaje, el vuelo pausado del buitre, la recelosa inquietud del gorrión, la condición colosal de algunos  animales que conviven con otros más bien  minúsculos. Hay un raro insecto, de la familia de los lepidópteros, que se deja ver alguna vez libando flores, la esfinge, de colores agrisados, un tanto anaranjada y forma triangular, que posee una trompa enrollada delante de sí misma. No acierto a saber por qué motivo se le puso ese mitológico nombre. Se me antoja el colibrí de los insectos, ya que al igual que ese minúsculo y vistoso pajarillo, se queda en vuelo extático ante la flor que está libando, durante un instante, para hacer lo mismo en sucesivas flores, con instantáneas transiciones laterales. Creo no equivocarme si digo que cada vez son más escasos estos extraños insectos. La contaminación es un azote que no respeta una naturaleza de la que dependemos todos.


Rincón poético

LA CULPA ES SÓLO TUYA

No sólo me has amado
como sólo tú sabes
amar; quieres también que me percate
y te dé a conocer.
A cambio, Señor mío,
también yo te declaro, a voz en grito,
con qué júbilo intento
vivir sólo pendiente
de ti, como quien cuida con esmero
el fuego de la casa en un rincón.
No sólo he de quererte cuanto pueda,
sino que de decirlo luego, a voces,
por el campo, cruzando
las mieses, en la cumbre
del monte enloquecido,
en medio de la plaza, en los tejados,
desde el balcón.
Dios mío,
la culpa es todo tuya. ¡Con qué gozo
impagable, te miro y te perdono!

(De Andando el camino)

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