domingo, 3 de junio de 2012

La Santísima Trinidad

    El misterio de la Santísima Trinidad es el más profundo e inexplicable de todos los misterios. La Trinidad es un símbolo humano con que expresar el lado inefable e inasequible de Dios, que no podemos penetrar del todo, porque rebasa los límites de nuestro entendimiento. El Padre es quien traza el modo de recuperar para sí a la criatura que cometió el desatino de desafiar los límites de su libertad; el Hijo, encarnándose, lleva a cabo ese proyecto salvador, y el Espíritu, media entre el Padre y el Hijo, inspirando a Jesús palabras y hechos salvadores para reconciliarnos con Dios.
     El evangelio nos revela que a Jesús le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, y en ese poder funda el mandato de que su reino alcance a todas las gentes, convertido en camino para ir al Padre. Sus seguidores dispondrán de la ayuda del Espíritu Santo, ya que le compete a él ir esclareciéndonos lo que significan uno y otro en la vida de la Iglesia, a la que habita haciendo presente a Cristo.
    Hablar de Jesús es, pues, hablar de la Santísima Trinidad, porque es hablar de Dios. Hablemos de Dios y hablemos con Dios para familiarizarnos cada vez más con él, en la persona del Padre, en la persona del Hijo, en la persona del Espíritu Santo.

Reflexión: Johannes Brams

    La música es como un aroma para el alma. Nada tan sutil e inasible. Lenta y espaciosa en el pentagrama de unos compositores, densa en el conglomerado de su armonía con que la tratan otros, juguetona en el tratamiento con que caracolea en la ágil batuta de algún autor.
    Estos días oía unas danzas de Johannes Brams, donde el violín se ve zarandeado por el arco nervioso, en la interpretación de su música clásicamente romántica, que aderezan influjos de Mozart y Bethoven. El genio resulta siempre novedoso. También él hubo de recibir el rechazo de los suyos en Alemania. El tiempo pone a cada cual en su sitio, a despecho de críticos sabiondos. La belleza de su música no es precisamente efímera.

Rincón poético

    LA HIJA DE JAIRO

No estaba muerta; descansaba.
sobre la almohada del silencio.
Se durmió oscuramente
más allá de los límites
imprecisos del sueño.
Dejó de ser.
Sólo la voz profunda y poderosa
de Jesús llegaría hasta la sombra
temblorosa en que huía a trompicones,
hasta la sombra adormecida,
un hilo imperceptible
de vida soterrada, unas migajas
latentes, un adarme adelgazado
e ingrávido, una brizna
palpitante.
          Jesús
adelantó una mano hasta la niña
y disolvió, al tocarla,
la oscura frialdad,
la pesadez sombría de sus ojos.
No estaba muerta, dijo
Jesús, sólo dormía.
No estaba muerta; descansaba apenas.

Señor, si estoy dormido en esta almohada
oscura de fatigas e indolencia,
porque mis ojos te ventean
y no te ven; si apenas
te distingo cual eres, en la sombra
de mi entrega indecisa
a tu amor, pon la mano
en la mía; levanta
de sueño tan oscuro la manera
más entrañable y honda de saberte.
Sólo despierto llenarás mis ojos
con tu presencia bondadosa.
Sólo lleno de ti me serás tuyo.

(De Andando el camino)

No hay comentarios:

Publicar un comentario