Y una observación marginal: la apreciación constante de Jesús por la infeliz condición social de las pobres viudas pobres. Así era su madre María.
Reflexión: Calma chicha
Los antiguos marineros de carracas y carabelas se encendían de enojo cuando en plena ruta, en alta mar, cesaba de correr el viento, el mar quedaba aquietado como dormido y del sol descendían llamaradas de fuego sobre el navío. Las velas caían lacias y el barco quedaba como anclado sin posibilidad de establecer un rumbo. Era lo que llamaban calma chicha.
No hay que adentrarse en el mar con una carabela bajo el brazo para experimentar lo que puede ser la pesadez de semejante calma atmosférica también en tierra. El verano ribereño ofrece días en que la insoportable quietud del viento y el sofoco de un sol de justicia, hunden el ánimo del más pintado y te sumen en la indolencia. Hasta las sombras de los árboles parecen lacias velas caídas, como colgadas de sus propios hombros. Que lo digan las tórridas espaldas de los obreros que han de trabajar, a cielo abierto, sin una sombra que llevarse a los hombros y sin más alivio que el eterno botijo amarillo de toda obra, hoy tan escasas.
En las casas, como siempre, ese soplillo eléctrico que es el ventilador, alivia un tanto el bochorno de nuestra existencia veraniega. No todos tienen a mano una playa, aunque sea chiquitita y doméstica, en un rincón del río. ¿Hay ríos todavía con agua de verdad y juncos en la orilla y leves libélulas de cuerpo oscilante en unas cañas?
No hay que adentrarse en el mar con una carabela bajo el brazo para experimentar lo que puede ser la pesadez de semejante calma atmosférica también en tierra. El verano ribereño ofrece días en que la insoportable quietud del viento y el sofoco de un sol de justicia, hunden el ánimo del más pintado y te sumen en la indolencia. Hasta las sombras de los árboles parecen lacias velas caídas, como colgadas de sus propios hombros. Que lo digan las tórridas espaldas de los obreros que han de trabajar, a cielo abierto, sin una sombra que llevarse a los hombros y sin más alivio que el eterno botijo amarillo de toda obra, hoy tan escasas.
En las casas, como siempre, ese soplillo eléctrico que es el ventilador, alivia un tanto el bochorno de nuestra existencia veraniega. No todos tienen a mano una playa, aunque sea chiquitita y doméstica, en un rincón del río. ¿Hay ríos todavía con agua de verdad y juncos en la orilla y leves libélulas de cuerpo oscilante en unas cañas?
Rincón poético
SIETE VECES SIETE
Tú nos dijiste que el perdón no tiene
cerca que lo aprisione,
que quien ama no cierra
sus brazos, crucifijo
como tú, signo eterno
de acogida hacia todos.
Lo dijiste
sin que nadie advirtiera
cómo tú mismo
estabas perdonándonos a todos,
en ese mismo instante en que tus labios
signaban tu indulgencia.
He aprendido de ti.
Yo perdono también a quien me puso
un puñal en el pecho. No te olvides
de perdonarme a mí, piadoso,
por no arrancar a tiempo
los clavos que mil manos
curtidas de pecar,
clavaron en tus manos poderosas.
Perdóname, Dios mío.
(De Andando el camino)
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