Los evangelios no son un libro de historia, pero es en la historia donde ocurren los hechos de Jesús, y los evangelistas no pueden menos de ser también fieles a esa condición humana de Jesús. Jesús representa una intervención de Dios en la historia del hombre.
Aquí, Jesús vuelve a su pueblo para que no queden excluidos del servicio evangélico de su palabra. Todos notan algo misterioso en él, una calidad especial, en el modo de hablar y proceder de Jesús, pero se niegan a admitirlo como enviado de Dios: lo conocen de siempre y lo consideran el paisano de siempre, el hijo del carpintero.
Es el misterio del rechazo de la fe, que habla largo y tendido de Dios y el hombre no entiende. A menos que, por la conversión, abra las puertas del corazón, para abrir luego las del cielo. No desaprovechemos nosotros la oportunidad que se nos da de escuchar y seguir a Jesús para ir conociéndole cada día más.
La casa de Pedro
La casa de Pedro, a escasos metros de la orilla del lago de Galilea, era en gran arte un amplio patio como exigía el tratamiento de las artes de pesca, al que daban los habitaciones, una de las cuales habitaba Jesús. Los techos de las casas eran sólidos y planos, y se subía a ellos por una escalerilla exterior de grandes lajas empotradas en un muro. Las calles, estrechas, sin alcantarillas, obligaban a ir por el centro, peraltado a ese fin, de modo que había que ir uno detrás de otro. En familia, la norma era ir delante el padre, después el hijo y la mujer detrás. Y una vez en la sinagoga, las mujeres no podían hablar ni rezar; lo hacían por ellas el esposo y los hijos.
Cafarnaún fue destruida por un terremoto y la excavaron los franciscanos del Centro Bíblico de Jerusalén.
ENSÉÑAME
Enséñame, Señor, a estar contigo,
a edificar mi cruz junto a tuya,
piedra a piedra, que dure,
mientras dure mi aliento.
Enséñame a vivir con alegría,
a puñados de tierra cenicienta,
los achuchones de mi muerte.
Enséñame a morir, cuando detengas
este reloj gastado de mi vida
junto a tu corazón, como estuviste
muriendo a chorros inocentemente,
mi Señor, hasta alzarte victorioso,
rebosante de luz y de energía.
Enséñame, ya ahora,
a subir la escalera tu cruz
y a conseguir resucitar contigo.
No sé cómo explicarte la torpeza
de saberte cercano y no acertar
a decirte lo extraño que me siento,
al hablarte, Señor, y no tener
las palabras a punto.
No sólo saber; quiero
sentirte y expresarte con hondura
también mis sentimientos.
¿Quién ha puesto ceniza en mis palabras,
quién su seca aspereza? Tengo enfermo
acaso el corazón que no concierta
el calor de su sangre
con mis palabras yermas.
Abre una herida, mi Señor, que rompa
la piedra fría de mi pecho.
Sus labios te dirán hasta qué punto
quiero volver a amarte intensamente
como nos amas tú,
siempre al amor propenso.
(A la sombra de un álamo)
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