La vida la da Dios. Él es la fuente de la vida. Un Dios amoroso que llueve para todos, buenos y malos, no puede decretar indiferente la muerte de nadie. Me resisto a creer que una religión mantenga que hay que matar al hombre en nombre de Dios. Una religión cuyo dios mande matar, no puede ser verdadera. No lo es un dios que odie la vida de nadie. Jesús mandaba amar incluso al enemigo. Y justamente en el día de la Navidad, cuando los cristianos celebramos la venida amorosa del Hijo de Dios al mundo, los enemigos de nuestra fe, en Filipinas, atacan sanguinariamente una iglesia cristiana, mientras se celebraba tan alto misterio.
También durante la Navidad, en Nigeria, se perpetró una horrorosa masacre de cristianos, aprovechando taimadamente la celebración de la Nochebuena, conscientes los malhechores del significado cristiano de tal festividad. Otro tanto ha ocurrido en Irak, país donde los enemigos de la paz adosaron catorce bombas a otras tantas casas cristianas, de las que diez arrasaron dichas viviendas impunemente.
El arzobispo caldeo de Kirkuk lamenta que “atacar a los cristianos se haya convertido en un fenómeno habitual en el país”, y que se acentúe el éxodo de cristianos a Kurdistán.
No acaba ahí tan absurda locura. En Egipto, la comunidad copta de Alejandría sufrió, igualmente, el ataque enloquecido del extremismo ciego en la Iglesia de los Santos, extremo atribuido a Al Quaeda. Es la mano que mueve los hilos del odio anticristiano y que organiza esa odiosa caza inhumana con perversa exactitud y cuidada coincidencia, hiriendo donde más duele, en el mismo corazón de la fe.
Contentémosnos en pensar que no todos los musulmanes participan de semejante actitud irreductible y fanática.
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