La sinagoga, en un poblado de casas apiñadas y angostas callejas, es el lugar más amplio donde pueda congregarse sin estrechez la gente. Jesús realiza en ellas algunos de sus hechos más memorables, como librar de sus limitaciones a un hombre que sufre la rigidez de un brazo paralítico. Pero es sábado y la clase dirigente no disimula su asco ante tal atrevimiento, en una cultura que prohíbe, en el día del descanso, llegar a escribir más de una letra o dar más de dos puntadas. Lo importante no es el hombre, sino el cumplimiento taxativo de las normas. Y el evangelista nos hace una observación muy llamativa: la desmedida indignación de Jesús, que esta vez lleva a extremos desusados.
La dureza inconsciente de corazón de la clase dirigente le saca de quicio. ¿Cómo es posible tanta indiferencia ante el dolor humano?¿Qué mejor manera de honrar a Dios que amar al hombre, su criatura preferida? Es ésta una de las pocas veces que el evangelista nos permite entrever atisbos de malhumor en Jesús ante los disimulos de la impiedad, sabia oscura de que se nutre la intemperancia y se provoca el vómito de la fogosidad y la violencia.
La indiferencia no es neutral entre lo bueno y lo malo. La indiferencia es la mueca turbia que nos deshumaniza, desde la omisión y hasta el desprecio del compromiso para con los demás. La indiferencia es ciega, no ve la luz, habita la celda oscura del egoísmo.
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