lunes, 31 de enero de 2011

Pavorosa tormenta en el lago

En las diversas localizaciones en que transcurre el evangelio de Jesús, el mar de Galilea, de imprevisibles enfados tormentosos, da para mucho. Por él transitan una y otra vez Jesús y sus discípulos, de una a otra orilla; desde él predica a la gente Jesús, sentado en la proa de una barca, en él hallará Pedro la didracma del tributo que exige el templo o extremarán sus esfuerzos los brazos tensos de unos apóstoles para extraer las redes milagrosamente repletas de peces; sobre sus aguas accederá inopinadamente Jesús, ya anochecido, a la barca, que surca tranquilamente el lago, y es de ver cómo los sorprendidos discípulos contemplarán pasmados tan insólito  espectáculo;  y ahora, que los Doce, una vez más, se han hecho a la mar, ya atardecido el día, un oleaje enrabietado zarandea la barca amenazándola con anegarla y hundirla sin remedio.
Los discípulos se esfuerzan en vano por dominar la situación; el furor de las olas desapareja todos sus esfuerzos, mientras Jesús, ajeno a sus dramáticos sudores, duerme plácidamente en un rincón, apoyada en un almohadón la cabeza, como si tal cosa. Y al fin, más desarbolados que la misma barca, recurren a él amedrentados, no sin una pizca de enojo:
- ¡Nos hundimos! ¡Nos vamos a pique!¿Te es indiferente que nos hundamos todos?
Y, Jesús, contrariado por su fe tambaleante, todavía en ciernes, accede malhumorado. Extiende sus brazos sobre el oleaje, increpa a la tormenta, y las olas entran poco a poco en calma hasta aquietarse del todo.
-¡Cobardes! ¿No estoy yo aquí con vosotros? ¿Qué es de vuestra fe?- se desahoga Jesús.

Saber que él iba con ellos, era más que suficiente para apaciguar ellos el ánimo, pero el miedo instintivo se sobrepone a la fe cuando a la fe se le aflojan los anclajes. La fe necesita de ser vertebrada desde la convicción para ganar en fortaleza. Necesita ser sustentada y ejercitada esforzadamente y sin tregua. Una fe cómoda y distraída como para andar por casa, carece de anclajes que la sujeten al mástil, frente al súbito vendaval de las contrariedades y contratiempos. No tiene sentido renunciar al beneficio de la fe. La fe hace valiente y esforzado al hombre que la ejerce día a día, abrevada por la palabra de Jesús y el amor a toda prueba a su persona, en cuyo corazón vamos todos. Un corazón sin fe, acaba por no latir, dormido, como el rescoldo leve que la inanición apaga.

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