En las diversas localizaciones en que transcurre el evangelio de Jesús, el mar de Galilea, de imprevisibles enfados tormentosos, da para mucho. Por él transitan una y otra vez Jesús y sus discípulos, de una a otra orilla; desde él predica a la gente Jesús, sentado en la proa de una barca, en él hallará Pedro la didracma del tributo que exige el templo o extremarán sus esfuerzos los brazos tensos de unos apóstoles para extraer las redes milagrosamente repletas de peces; sobre sus aguas accederá inopinadamente Jesús, ya anochecido, a la barca, que surca tranquilamente el lago, y es de ver cómo los sorprendidos discípulos contemplarán pasmados tan insólito espectáculo; y ahora, que los Doce, una vez más, se han hecho a la mar, ya atardecido el día, un oleaje enrabietado zarandea la barca amenazándola con anegarla y hundirla sin remedio.
Los discípulos se esfuerzan en vano por dominar la situación; el furor de las olas desapareja todos sus esfuerzos, mientras Jesús, ajeno a sus dramáticos sudores, duerme plácidamente en un rincón, apoyada en un almohadón la cabeza, como si tal cosa. Y al fin, más desarbolados que la misma barca, recurren a él amedrentados, no sin una pizca de enojo:
- ¡Nos hundimos! ¡Nos vamos a pique!¿Te es indiferente que nos hundamos todos?
Y, Jesús, contrariado por su fe tambaleante, todavía en ciernes, accede malhumorado. Extiende sus brazos sobre el oleaje, increpa a la tormenta, y las olas entran poco a poco en calma hasta aquietarse del todo.
-¡Cobardes! ¿No estoy yo aquí con vosotros? ¿Qué es de vuestra fe?- se desahoga Jesús.
Saber que él iba con ellos, era más que suficiente para apaciguar ellos el ánimo, pero el miedo instintivo se sobrepone a la fe cuando a la fe se le aflojan los anclajes. La fe necesita de ser vertebrada desde la convicción para ganar en fortaleza. Necesita ser sustentada y ejercitada esforzadamente y sin tregua. Una fe cómoda y distraída como para andar por casa, carece de anclajes que la sujeten al mástil, frente al súbito vendaval de las contrariedades y contratiempos. No tiene sentido renunciar al beneficio de la fe. La fe hace valiente y esforzado al hombre que la ejerce día a día, abrevada por la palabra de Jesús y el amor a toda prueba a su persona, en cuyo corazón vamos todos. Un corazón sin fe, acaba por no latir, dormido, como el rescoldo leve que la inanición apaga.
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