Conservo como una de las cosas más amables de mi infancia, en lo más cálido de las ya viejas cenizas del recuerdo, la devoción que me inculcaron a la Virgen María. Era el calorcillo espiritual de mis sentimientos más puros, el lado más piadoso de mi devoción. El poeta Francisco Brines reputa la pérdida de la piedad de sus años infantiles como el paraíso tristemente perdido de su niñez. Lo entiendo. Yo a veces sufría el resquemor infantil de si no estuviera dejando aparcado a Jesús en un segundo plano, y le decía por cortesía que no, dudando un tanto de mi sinceridad.
De mayor, me duele todavía que, en los primeros tiempos de la Iglesia, la urgencia comprensible de predicar la fe en la verdad del mesías, tuviera que dejar la consideración a María para más tarde y hayamos perdido noticias suyas. Me duele que, por eso mismo, san Pablo hable de la maternidad de María tan de pasada. Y en cambio, venero en san Lucas la especial dedicación que le tributa en su evangelio, tan respetuoso para con las mujeres en general.
Creo que hay que fomentar mucho más la devoción de los niños a María. Acostumbrales a ir de su mano, sobre todo en esos años vacilantes, es el mejor de los aprendizajes y es buen rescoldo de la fe que profesamos, en estos años tan fríos e indolentes. De la mano de María aprendió a andar Jesús.
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