La evolución histórica de los pueblos se mide también por la de las pequeñas cosas que arropan la vida familiar y el progreso arrumba, como los antiguos cacharros considerados de siempre que de buenas a primeras los adelantos del bienestar va retirando del entono doméstico. ¿Dónde ha quedado el brasero y la badila con que la abuela atizaba las brasas cubriéndolas de ceniza? Y con el brasero, la redonda mesa de camilla, enfaldada hasta el suelo para salvaguardar el calor en su intimidad, sin otra intromisión en ella que la de los fríos pies ganosos de abrigo.
Desaparecen con ello locuciones como darle a uno con la badila en los nudillos que designaba la dura desaprobación de una actitud reprobable.
Queda todavía la estrafalaria estufa de leña, con su peligrosidad por la toxicidad del gas no siempre advertido a tiempo. La prensa no deja de notificar intoxicaciones luctuosas, casi siempre de ancianos, tan propicios al sueño, que acaba a las veces en descanso eterno.
Pero la vida sigue.
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