¡Mira que si un día a un ángel travieso se le ocurre la diablura de llevarse para sí la estrella de Belén y nos deja a oscuras! No es mucho lo que sabemos de los ángeles, salvo que su quehacer primordial es mediar entre Dios y nosotros brindándonos su protección; no creo entonces muy puesto en razón maginar posibles desmanes impropias de la bondad que, con mejor criterio, atribuimos a los ángeles.
Los judíos, tan largamente necesitados de Dios, poblaron su teología de espíritus angélicos bienhechores, hasta alzar toda una variada jerarquía con que enriquecieron su espiritualidad, bien que a lo largo de la Escritura prefieran usar la expresión genérica ángel de Dios. Los cristianos les somos deudores de tan antigua y servicial tradición, a la que hemos dado privilegiada continuidad, y así, a José un ángel le allana en sueños sus sospechas y resquemores sobre el embarazo de su María; y a Jesús, otro le sirve, una vez vencido el espíritu del mal, ocupando cortésmente su lugar. En Belén forman un denso revoloteo desgañitándose cantando aleluyas. Y un ángel también, vestido de luminosa transparencia, anunciará a las desoladas mujeres, ante el sepulcro vacío, que no se aflijan, que Jesús vive y ya no está allí. Son como divinas asistencias que nos alzan del abatimiento en momentos cruciales, amigos siempre.
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