La monotonía de la costumbre desdibuja el sentido de lo que hacemos y de lo que pensamos. Es como poner un cristal esmerilado ante nosotros. Además de la rutina de hacer las cosas sin recapacitar en su sentido más relevante, existe el hábito inveterado de acostumbrase a pensar también rutinariamente, sin valorar la riqueza del sentido de lo que pensamos. Y es así como recitamos nuestra confesión de fe como quien duerme, sin percatarnos del alcance de los misterios de nuestra fe, tan rica de contenidos, tan llena de Dios.
Dios nos nace ahí mismo, en nuestra carne y se nos pone a tiro, con perdón. Vivimos habitados por su mismo Espíritu y comulgamos con su propia carne y sangre por ese mismo Espíritu, a quien invocamos para que se nos haga presente en el pan y el vino.¿Qué no podríamos hacer teniendo a Dios en la mano?
Muy poco, si no somos capaces de evaluar tan inaudita gracia y obrar luego en consecuencia, lo que nos sobrevendría con toda la naturalidad del mundo. Son muchas las cosas que Dios pretende de nosotros y que podemos hacer sin excesivo esfuerzo. No seamos tontos. Todos juntos lo podemos todo a poco que lo intentemos.
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