Es gratificante ir adentrándose día tras día en el conocimiento de Jesús. Conocemos su identidad por lo nos dicen de él quienes lo conocieron, y sobre todo por lo que él mismo nos comunica de su propia condición mesiánica, como sucede en el pasaje que nos refiere la vocación de Mateo o Leví
Jesús no es un hombre atropellado. Su misma mansedumbre reposa en un talante más bien juiciosos y reflexivo. Así es cómo se toma su tiempo en la elección de sus discípulos más inmediatos, siguiendo un proceso no parece precisamente apresurado. Las cosas bien hechas no se avienen bien con las prisas, porque valores excepcionales como el tiempo, han de ser cuidadosamente administrados para que rindan intereses estimables. De eso debió de saber bastante Leví, recaudador de impuestos en la aduana fronteriza de Cafarnaún, donde se apiñaban en confuso ajetreo caravanas y trajinantes.
En pleno ejercicio de su profesión, Leví, el de Alfeo, oye de pronto, un día impensado, la voz de Jesús que le convoca como un discípulo más, junto con Pedro, con Juan, Santiago y Andrés, y levantándose del mostrador se acoge al punto a tal llamada con enorme satisfacción.
Tan es así, que se complace en compartir la alegría de su elección celebrando su nueva condición con un banquete en el que sienta, con Jesús, a sus amigos más próximos, publicanos como él, de escasa reputación todos ellos entre la gente. Los fariseos no tardan en desaprobar que Jesús alterne con gente de semejante cariz y él les replica al punto con una frase certera que le define exactamente como lo que es, un mesías cercano a la gente necesitada, que viene a devolverle a Dios el corazón distraído del hombre, porque no necesitan médico los sanos sino los enfermos. La confusión de escribas y fariseos es palmaria.
Nos lo cuenta Marcos, fuente en la que beben y lo vuelven a referir, punto por punto, Mateo y Lucas.
¿Es este Leví el conocido redactor del evangelio de Jesús que llamamos también Mateo? No lo parece, si bien no faltan quienes lo aseguran. ¡Qué más da!
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